El diagnóstico

Hace dos años tuve la suerte de que me diagnosticaran un aneurisma cerebral. Para quien no lo sepa, un aneurisma es una dilatación anormal de una vena o arteria que hace que se pueda romper el vaso en el que se encuentra. En mi caso, se encontraba en una arteria principal del cerebro, exactamente donde la arteria cerebral media se trifurca, afectando a su vez a las ramificaciones en las que se deriva. A esto había que sumarle que la forma que tenía era polilobulada y,por lo visto, eso hacía que aumentase la dificultad para operarlo con éxito, por no decir que, si se hubiese producido una ruptura espontánea del mismo en cualquier momento fuera del quirófano, no me hubiese salvado ni el tato.

Conocer el diagnóstico me dejó sobrecogida, alucinada. Cuando entré a quirófano para hacerme el cateterismo que me habían prescrito, lo hice creyendo que con esa prueba se iban a dar cuenta de que había sido una falsa alarma y todo estaba bien, pero lo que me contaron me hizo darme un baño de realidad con agua congelada.

Durante esa noche no pegué ojo, tenía un dolor de cabeza terrible, no era capaz de pensar en otra cosa que no fuesen mis hijos y mi marido. El miedo me tenía totalmente paralizada y no dejaba de sentir una pena profunda porque el final de mis días podía estar más cerca de lo que pensaba.

Al día siguiente por la mañana di el primer paso después de esa parálisis inicial… decidí que tenía que hablar lo antes posible con mi neurocirujano y que fuese él quien me confirmase la gravedad de lo que me habían dicho en el quirófano.

 Empezaba el camino…

Juan Carlos, mi médico, confirmó la gravedad de lo que se me había adelantado en el hospital, pero consiguió transmitirme ese rayito de esperanza y decidí aferrarme a él para intentar cambiar de posición mi foco de atención. Había opciones de morir…sí, pero también las había de seguir viviendo.

Pusimos fecha para la operación: 2 de octubre de 2014.

Cuando supe la fecha de mi «posible muerte», comenzaron a desencadenarse en mí una serie de pensamientos, emociones y necesidades muy interesantes. Algunos de ellos  era la primera vez que formaban parte de mi día a día. Sabía que no estaba tan paralizada como el primer día, pero era consciente de que había mucho que superar si quería salir fortalecida de todo aquello.

Una de esas necesidades que me empeñé en cubrir con celeridad fue la de hacer testamento. Quería dejar cerrado ese proceso que muchas veces me había planteado pero que me daba la sensación de que si lo llevaba a cabo era como si yo misma estuviese avisando a la muerte de que ya me había organizado (tontunas que le da por pensar a una y que,cuando comenta entre amigos y ve que no es la única, se echa unas risas a costa de la sinrazón). A esa necesidad de seguridad testamental también le sumé la de intentar dejar finiquitado el pago de la hipoteca intentando ampliar la cobertura del seguro por fallecimiento al 100% del capital pendiente, pero el amable señor del banco, con una inmejorable sonrisa, debió de darse cuenta de mis intenciones y me remarcó que esa opción no era posible si ya te habían diagnosticado alguna enfermedad catastrofista. Estaba claro que aquel empleado tenía superpoderes para la lectura de la mente, porque, sin haberle dicho nada de lo que me habían dicho los médicos, me hizo mucho hincapié en todos los fracasos que se daban en los casos de “apañito de última hora”.

Otra de las cosas que recuerdo con mucha intensidad son las caras de mis seres queridos cuando les daba la noticia, las voces que dejaban de oirse si lo contaba por teléfono porque no sabían ni qué decir, o los que, tras enterarse en diferido, me miraban con cara de pena al verme en persona. Veía en sus ojos y escuchaba en sus palabras la pena que les producía aquello que yo empezaba a sentir como algo que me enriquecía, que me ayudaba a superarme. Me chocaba mucho esa insistencia en lo terrible de enfrentarse al proceso. No hubiese pedido conscientemente tener el aneurisma, pero, ya que lo tenía… ¿no era una suerte que me diesen opciones de recuperación? Había decidido agarrarme a todo lo positivo que rodeaba aquella nueva circunstancia y era realmente llamativo que, en ocasiones, se lo tuviese que explicar a quienes me rodeaban porque no eran capaces de entender mi positividad ante algo que, para ellos, era una desgracia.

Esta forma de enfocar el proceso no conlleva la ausencia de miedos, o, mejor dicho, terrores. No exime de momentos muy duros en los que da la sensación de que lo que toca es tirar la toalla y dejarte llevar por todo aquello que tienes en tu disco duro, aquello que, en el fondo, sabes que te aparta de tus objetivos para sobreponerte pero que, al estar tan validado en ti y en tu entorno, parece la opción más sencilla. Gracias a Dios, esos momentos de ánimos en el subsuelo tan solo fueron compañeros de camino, pero no dejé que fuesen los protagonistas de la historia; ese papel me tocaba representarlo a mí. La vida me había cambiado el guion, pero sabía que podía corregirle los acentos.

El siguiente paso relevante para mí fue el darme cuenta de que había padecido durante años lo que he llamado «síndrome de la inmortalidad». Es un síndrome muy interesante, os cuento cómo llegué a su diagnóstico…

En mis quehaceres de “por si las moscas” también había incluido escribir unas cartas a modo de despedida de mis seres queridos. La idea era hacerlas cuando estuviese sola, para tener la privacidad que necesitaba y que nadie se enterase de lo que había hecho hasta que, en caso de fallecer, mis compañeros vaciasen mi taquilla.

Había estado organizando en mi cabeza las ideas principales, el listado de gente a la que quería que se las hiciesen llegar, algunas pautas que tenía que tener en cuenta si quería que mis palabras fuesen todo lo claras que deseaba, y otras chuminaditas variadas que habían convertido mi cabeza en un auténtico hervidero de emociones durante los días previos. Y llegó el momento. Cogí papel y boli…

No escribí nada.

Fue en ese momento, justo en ese en el que tenía que escribir sobre partes de mí que no había mostrado antes, cuando fui consciente de que lo que estaba haciendo era esconderme detrás de un papel. ¿Qué sería lo que pasaría con aquello que me parecía tan importante hacer llegar a mis seres queridos si fuese yo la siguiente en abrir mi taquilla en lugar de algún compañero? La respuesta era clara, me vi destruyendo esos papeles e instalándome de nuevo en esa sensación de no necesitar hacérselo llegar a nadie por haberme librado de la muerte. En ese momento me di cuenta de que aquello que antes del diagnóstico me repetía a mí misma y a los demás de “disfruta de cada día porque no sabes cuándo será el último” lo verbalizaba muy bien, pero no me lo creía. Fui consciente de que me estaba creyendo mi posible muerte para el dos de octubre, pero el día de antes y el de después ya estaban exentos de peligro. Sin ser consciente de ello, me creía inmortal. Mis actos me lo confirmaban, servían de pruebas diagnósticas: padecía el síndrome de la inmortalidad. Si no sentía la muerte cerca, como una opción real avalada por los médicos, me instalaba en el formato de “ya, si eso…mañana” y amparándome en un mañana que, a día de hoy, sé que no es certero, me escondía de mí misma y de todo aquello que pensé en hacer algún día y que nunca llevé a cabo.

En ese mismo instante decidí convertirme en las palabras que no llegué a escribir. Y no las escribí porque me embarqué en la preciosa aventura de aprender a no necesitar hacerlo. Así, cuando de verdad llegue ese último día, no tendré ese deseo por hacer, porque todo lo que tenía que hacer, ya estará hecho.

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Diana Rivers dice:

    La verdad que es realmente un crecimiento post-traumatico, la forma en que lo describes, la emoción que incrustras entre letras… Es muy admirable de tu parte. Es una redacción digna de una mujer resiliente. Gracias por transmitir tu vivencia . Un abrazo de oso. Diana

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  2. Mariví dice:

    Vuelvo del trabajo leyéndolo. Rutina diaria y rodeada de decenas de estímulos alrededor, pero leyendo el post ni veo ni oigo nada. Pequeño nudito en la garganta pero dejándome un sabor delicioso. Gracias.

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