La primera vez que una muerte me sobrecogió tenía quince años. Mi amiga Nuria y yo llevábamos unos meses yendo como voluntarias al Hospital del Niño Jesús. Nuestra labor era ayudar a organizar actividades lúdicas para los niños que estaban ingresados en el hospital; hacíamos talleres y pasábamos por las habitaciones con un carrito en el que había libros y juegos de mesa.
A mí lo que más me gustaba era pasar con el carro. Había muchos enanines que no podían moverse de la cama y les cambiaba la cara cuando veían aparecer semejante cacharro llenito de posibilidades para divertirse. Alguna vez les leí personalmente los cuentos y bastantes más eché alguna partidilla con ellos y con sus familias.
Lo normal era que los chavales estuviesen siempre acompañados y me encantaba ver el mimo con el que sus familiares les trataban. Era como sobreponerse a la enfermedad y concederse permiso para acariciar siempre, para entregar continuamente su lado más dulce ante circunstancias muy agrias.
Un día conocí a Raúl. Tendría nueve o diez años. La primera vez que le vi me dijo “no quiero nada” y yo me alejé de allí. Estaba solo. Le pregunté al personal del hospital sobre él y me dijeron que había ingresado muchas veces por su enfermedad y también me dijeron que no me asustara de las contestaciones que pudiese recibir de él.
Las siguientes semanas buscaba verle. Fueron muy pocas las que le vi rodeado de su familia y me dijeron que era la tónica habitual. A mí aquello me impactó e intenté acercarme. Le dejaba libros y juegos en la habitación aunque él me dijese que no. Decidí no creerme sus palabras malsonantes ni sus intentos para hacerme creer que nada le importaba. Le sonreí siempre y no solo con mi boca, lo hice con el Alma.
Un día, al entrar en su habitación, vi un dibujo coloreado encima de su cama. Era una de las siluetas que les dábamos a los enanos para colorear. Tenía forma de pez. Cuando me vio, movió la hoja con la mano para acercármela y no me dijo ni media, pero leí lo que ponía debajo: “Para Gema”. Me entró un subidón que me inundaba de ganas de comérmelo a besos. Le sonreí y le di las gracias de corazón. Le dejé nuevos cachiperres con los que entretenerse y salí de allí. Nunca más volví a verle.
Desde que Raúl murió, hasta el día de hoy, he tenido varias ocasiones en las que he conseguido Aprender gracias a la muerte.
He tenido la suerte de darme cuenta de que la tenía justo detrás, aguardando a llevarme con ella si se rompía mi aneurisma cerebral por la calle o en la operación y la tuve terror durante un tiempo, pero descubrí que hay mucho adorno a su alrededor que la hace parecer un león muy fiero cuando, en el fondo, no es más que un hecho, y a los hechos no se les teme, se teme a todo lo que el hecho acarrea, a la lluvia de emociones que derivan de un diagnóstico que acojona; al miedo ante un futuro, tan incierto, que ni siquiera sabes si tú estarás en él y te dejas a un lado a tu hoy y la posibilidad de descubrirte a través del miedo que te da morirte porque tu cabeza te bombardea a cuenta de la pena que te da no saber si volverás a besar a tus hijos, a un marido al que adoras, o a tomarte una cañita con los amigos que intentan convencerte de que todo irá bien mientras se les saltan las lágrimas en tu despedida. Hace tres años la muerte me invitó a plantearme la Vida desde una nueva perspectiva. LA MUERTE ME INVITÓ A VIVIR. Gracias a ella me acerqué al miedo, a la tristeza profunda, al arrepentimiento de todo lo que había dejado de hacer en mi Vida por temor, y descubrí una Vida en la que el miedo me da la mano y se queda conmigo como compañero de Viaje, pero no como límite infranqueable.
Dos años antes de mi diagnóstico, volví a vivir la muerte de un familiar al que adoraba y aquel momento se convirtió, para mí, en un precioso homenaje a mi Yaya, se llamaba Caridad, un nombre del que siempre hizo gala.
La Yaya fue mujer de firmes principios y entrega. Tenía claro lo que estaba bien y lo que estaba mal y defendía a ultranza la bondad. Ella era buena, muy buena, pero no tengo muy claro si alguna vez llegó a dirigir hacia sí misma su bondad. La verdad es que creo que no. Tuvimos la suerte de tenerla cerquita durante ochenta y muchos años y, de los que yo tengo recuerdo, cuando más feliz la vi, cuando más sonrió, fue en sus últimos años de Vida. Durante esos años, nosotros supimos su nombre, pero ella no. Se le olvidó el suyo y el de los demás. Dejó de reconocer. Y también de interpretar. Ya no tenía referencias sobre el bien o el mal y se limitó a Vivir como le salía, dejándose llevar e inundándonos a todos de un Amor infinito y una gran sonrisa. Fueron años duros para los de fuera, pero nunca antes la vi tan alegre y llena de Vida.
Cuando se fue tuve la enorme suerte de estar con ella, tumbada a su lado, y lo que sentí se quedará conmigo para siempre. Por mucho que intente ponerle palabras, hay mucho de lo que viví que no cabe en los términos que conozco. Los que más se acercan son Paz, Calma y Silencio.
Después de fallecer la Yaya se llevaron su cuerpo al tanatorio del pueblo, un lugar regido por una familia de allí, lo que hacía que fuesen los propios miembros de esa familia los encargados del traslado y los preparativos para poder despedir a los fallecidos. Cuando les conocí me parecieron encantadores y decidí pedirles un favor, quería poner guapa a la Yaya por última vez.
Te diré que fue una de las experiencias más enriquecedoras de mi Vida. La vestimos con mimo, la peiné como a ella le gustaba, y le coloqué en los brazos el muñeco al que cuidó como un hijo durante años. Todo lo hice desde el Respeto, el Amor y el Agradecimiento a todo lo que ese cuerpo que homenajeaba me entregó. Sentí Gracias infinitas por cada una de sus caricias, de sus sonrisas, de sus monedas de veinticinco pesetas entregadas a escondidas, por sus bocatas de chocolate en las tardes de verano mientras nos llenábamos de barro en el prado, por sus palabras, por Acompañarme y por Ser. Mientras lo hacía no sentí miedo, todo lo contrario, sentí Amor y descubrí que el Amor incluye a la muerte.
La muerte nos hace reflexionar sobre la Vida, nos lleva a plantearnos muchas cosas, pero esas reflexiones, por norma general, igual que vienen…se van. Pocas veces nos dejamos calar por lo que la muerte nos invita a mirar sobre nuestra propia Vida. Nos conformamos con mirarlo de refilón y volvemos a nuestras rutinas, a los quehaceres, y a una Vida guiada por la inercia creada a base de historias ya pasadas que repetimos y repetimos hasta que convertimos nuestro Presente en un pasado omnipresente. Así es normal que nos cueste abrir nuevos caminos aunque estemos hartos de quejarnos de que los habituales están llenos de alambre de espino.
Hay una frase que me encanta: “El Ser Humano es capaz de morir a los 27 y que le entierren a los 86” y conozco a muchos que dan buena fe de esta capacidad. Yo misma, no es necesario ir más lejos. Yo fui el reflejo de esa frase que puede resultar curiosa o incluso divertida la primera vez que se lee, pero que alberga una dureza pétrea con la que cargamos a la espalda durante todos y cada uno de los años en los que nos conformamos con sobrevivir en lugar de Experimentar la Vida. Esa mochila convierte los días en rutinas y nuestros sueños en utopías, pero que no se te pase por alto una particularidad: eres tú el que la porta, no es ella la que te porta a ti. Por lo tanto, siempre tendrás la oportunidad de pararte y revisarla para conocer qué contiene. Date la oportunidad de averiguarlo, no te conformes con cargar con ella porque te han contado que eso es lo que toca. Ejerce la Caridad hacia ti mismo también.
Ayúdate a Vivir, date permiso para hacerlo. No te creas todo lo que piensas sobre ti y tampoco sobre lo que te rodea, ponte en duda, explora más allá de tus límites. Deja de quejarte y remángate… vas a mancharte de aquello a lo que temes, y gracias a eso descubrirás que no tiene el poder que tú mismo le confieres. Carga tus armas a base de Compromiso y de Respeto hacia los demás y hacia ti mismo, así, cuando llegue el final de tu Vida, que llegará, el arrepentimiento no tendrá un asiento reservado desde el que mirar cómo partes, y será porque te has dado permiso para descubrir lo mejor de ti y lo has puesto al Servicio de todas y cada una de las historias de las que formes parte. El Amor incluye a la muerte y también a la Vida.